En un país X
Imagínate que el Ministerio de Economía está compuesto en todos sus escalafones (desde el que barre los baños hasta el mismísimo ministro) únicamente por seguidores del partido de gobierno, concretamente del Presidente de ese país ficticio del que os estoy hablando, pero nadie ha podido demostrarlo. De repente, como es natural en la raza humana, uno de estos empleados, que no es tal persona fielmente adoctrinada sino que se hace pasar por acérrima seguidora del mismo para poder sobrevivir en esa trampa a la que llamamos vida, decide rebelarse y grabar (con los peligros que esto puede acarrear para ella) una alocución del ministro con todos sus trabajadores. En su magistral intervención nuestro funcionario público asegura que el Ministerio es todo, todito de un color que en este relato será indefinido pero que se corresponde al color del partido de gobierno. Lo que este aguerrido ministro está diciendo es que en su “empresa pública” sólo hay cabida para aquel que demuestre su compromiso con el máximo líder del país. A esta altura de la narración me parece pertinente decirles que esta grabación se produjo a un mes escaso de las elecciones presidenciales y fue utilizada por el partido opositor. La respuesta de nuestro máximo líder y todos su acólitos es el apoyo inmediato a las palabras de su ministro, al que pone como ejemplo a todos los seguidores del proceso que el lidera. Sus partidarios, adoctrinados, responden a este llamado con vítores y asentimientos (todo tiene que ser de ese color indefinido, sino, no sirve). En su casa un espectador ajeno y extranjero en esta tierra se pregunta ¿qué pasará con todo esto? En mi país esta afirmación de que para ser funcionario público hay que ser incondicional al presidente, me daría miedo. De hecho se pediría la dimisión de este singular empelado público de ipso facto. Pero aquí, ¿qué pasará aquí? La respuesta, que se da el mismo, le parece bastante triste: Nada.